
Leyendo cosas sobre padres, y cosas sobre hijos, y cosas sobre nacimientos también, me topo a menudo con que la alucinante experiencia de esperar a que esa minúscula y preciosa vida interior, que por suerte ya está aquí, afuera, la vivimos muchos casi de la misma manera. Es verdad: Nico ahora conoce un nuevo mundo, porque su único universo fue, durante 9 meses exactos –menos unas cuantas horas– el de su madre, Bea; y sí, ambos, cada uno a su manera, marcamos el calendario al revés, no esperando a que pasaran los días hasta llegar al treinta, sino que ansiando que esos días llegasen a cero, en cuenta regresiva, al momento indescriptible de su nacimiento. Ahora ya tiene poco más de un mes –unas cinco semanas– y está precioso, despierto, inquieto. Y por trabajo, y por miles de otras cosas, lo echo cada vez más de menos.


